No hacen falta que sean melocotones, ni
que una caja de bombones nos mire desde un rincón.
El secreto está en tratar de encontrar
en la cotidianeidad, las mismas sensaciones que tenemos cuando estamos viviendo
algo nuevo y que consideramos especial. Tengo muy presente que las situaciones
que nos acompañaron siendo niños y adolescentes son aquellas que más nos marcan
durante el tiempo que dura nuestra existencia.
Quizá nos pasamos la mayoría del tiempo
rememorando momentos ya sucedidos, buenos o malos y perdiendo oportunidades
para sentir nuevas emociones. Porque cuando éramos jóvenes todas esas
experiencias eran precisamente eso, nuevas, y las contemplamos como algo
maravilloso o terrible.
Con el paso de los años, los malos momentos
se van apaciguando, se viven de distinta manera, duelen menos porque el
transcurrir del camino nos enseña a hacerlo más llevadero siempre que no nos
empeñemos en seguirlos sintiendo como si se repitieran constantemente.
¿Pero qué sucede con los buenos
momentos? La mayoría de las veces nos quedamos en eso, lo fueron pero ya no lo
serán.
Recuerdo que mi padre tenía una manera
muy peculiar de pelar las manzanas. Bueno, para mí así lo era. Él comenzaba a
pelar la manzana desde un lado y le daba vuelta sin dejar que la peladura se
rompiera. Cuando dejaba el cuchillo en la mesa, aquella piel tenía la forma de
una verde espiral que yo utilizaba para jugar uniendo sus dos extremos,
haciéndola botar como si fuera un yo-yo.
Hoy, utilizo la misma técnica para pelar
las manzanas, las peras, las patatas y los melocotones.
Para las naranjas es distinto. Les quito
la cabeza y el culo, tratando de sacar la piel del medio. Después corto la
peladura en gajos y se la retiro ofreciéndose a mi paladar el interior de la
naranja. Mi boca espera saciarse con el amargor de la piel de los gajos y con
la mezcla del ácido y dulce de su pulpa.
Cada persona, seguro que tiene preciosos
recuerdos cargados de esa mirada vista desde los ojos de un niño. Recuerdos de
visitas al campo, o de una tarde en la playa o de chapotear en un charco
después de una tormenta. Y son esos recuerdos los que se viven desde las
entrañas, saboreando cada instante. Es más, si conseguimos vivirlos así,
podremos trasladar esa experiencia a otros momentos más nuestros, más de nuestro
ahora.
Un abrazo como si fuera el último, una
tarde de sol sintiendo el calor sobre la piel, regresar a casa después de un
frío día para tomar un té caliente…
¿Por qué nos obcecamos en recordar los
malos momentos, en vez de volver a vivir los que nos llenaron en la niñez? ¿Qué
sentimos cuando vemos a un niño sorprendido por conocer por a un pollito? ¿O a ese
mismo niño comiendo chocolate por primera vez?
Yo como melocotones en verano y fresas
en invierno y en mayo busco campos de amapolas.
¿Qué amas tú como si fuera la primera
vez?